EL PARADIGMA DE VANG VIENG. PARTE II: LA RESACA

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Llegué a Van Vieng a principios de diciembre del año pasado, en plena temporada seca, casi al anochecer, tras un trayecto que dado el estandar Laosiano de baches e imprevistos, resultó bastante placentero. La pequeña furgoneta de fabricación china tardó poco más de cinco horas en completar el serpenteante camino entre montañas y poblados que une Luang Prabang y Vang Vieng, tan sólo una hora de retraso con respecto al horario marcado, todo un logro por estos lares, acostumbrados como están los conductores a interrumpir su ruta por cualquier motivo o situación (dejar pasar una gallina, cargar unos sacos de tabaco para el próximo pueblo, charlar con su primo tercero -el gasolinero- un rato, ir al baño, descargar los  dichosos sacos de tabaco, hacer un pequeño descanso para meterse un plato de fideos  picantes entre pecho y espalda, volver a ir al baño, recoger al hijo de su primo tercero el gasolinero junto con su moto averiada y finalmente, pero no menos importante, dejarte en tu destino y de paso  elevar tu paciencia a niveles cercanos a la santidad).

Si bien en la primera parte de mi crónica de Vang Vieng les había descrito una ciudad prospera, repleta de «phannags» y bares de «friends», lo que me encontré ese día, a finales de 2013, fue radicalmente distinto, como si un huracán de realidad se hubiera llevado todas esas crónicas lisérgicas que poblaban los mentideros de internet, como si Laos de repente ya no fuera Laos, como si ese extraño viaje en una furgoneta de frabicación china me hubiera transportado por error al lugar más aburrido de Asia.

Y no me malinterpreten, lo sabía, me había informado anteriormente sobre la decadencia de Vang Vieng, pero eso no hacía que la estampa que se mostraba  ante mis ojos  fuera menos sorprendente.

El pueblo estaba , literalmente,  defenestrado. Apenas una decena de personas caminaban por las calles principales del pueblo en busca de un sitio para cenar. Los bares y restaurantes permanecían abiertos, aunque ninguno sobrepasaba los dos o tres clientes. Tan poca era la actividad, que los dueños de los locales echaban una siestecita en las puertas de sus locales vacíos. Mientras, a unos metros, un estruendo de música «makina» salía de un «sports bar» en el que los camareros recogían las mesas a desgana, deseosos de acabar su improductiva jornada de una vez y echar el cierrre. Varios perros Laosianos (sí, los perros también son de dónde son) paseaban de un lado a otro de la calle olisqueando el suelo de tierra y ondeando su cola a gran velocidad, como si celebraran la reconquista de un territorio perdido.

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Recogí mi mochila y junto a mis compañeros de viaje emprendimos la marcha en busca de alojamiento barato (los viajes son el mejor momento para conocer gente, ya que resulta imposible no entablar una interesante conversación). Entramos en la calle de bares de «friends», en cuyo final encontramos un alojamiento sencillo pero con aire desenfadado. La entrada estaba decorada con un batiburrillo de motivos étnicos y hippies. Las habitaciones eran austeras pero estaban limpias, tenían baño incluido y una pequeña terracita con vistas al río y a un pequeño puente colgante de teca que era utilizado por la gente local.

El hotel estaba regentado por  Mathew , un inglés cincuentón que había vivido en extremadura en los años noventa y que había hechado raíces en Laos después de estar viajando durante años. Nuestra conversación era un poco surrealista y torpe porque él me hablaba en español y yo en inglés. Me contaba que en la época en la que él vivió en España fue muy importante para él, porque tuvo que aprender un idioma, ya que en el pueblo extremeño donde vivía, cerca de Almendralejo -creo-, practicamente nadie hablaba en Inglés. Y me aseguró convencido que Laos era el mejor país para vivir de todo el sudeste asiático. «La gente es muy buena. No hay pobreza extrema ni inseguridad y es muy barato, y si tengo algun problema de salud, como en Laos los médicos son terribles, y Vientian está relativamente cerca, siempre puedo plantarme en Bang kok en poco tiempo «.

Al día siguiente alquilé una bicicleta por poco más de dos euros y con la ayuda de un pequeño mapa que me había proporcionado  Mathew  exploré los alredededores de Vang Vieng, en busca de pequeñas cuevas que visitar y de un puñado de piscinas naturales que resultaron estar secas en esa época del año. Finalmente me dediqué a subir alguna montaña karstica, visitar las cuevas más accesibles, algunas de ellas realmente claustrofóbicas, y a recorrer los caminos cercanos a Vang Vieng, que dicho sea de paso, son un espectáculo paisajístico y humano único, y puedes contemplar sin molestar demasiado la vida de la gente del campo, la verdadera vida Laosiana, en donde la naturaleza parece haber domado al hombre y  -por el momento- no al revés.

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No entraré en detalles en cuanto a mi experiencia con el tubbing, más que nada, por no aburrirles. El paseo en rueda de camión es realmente bello y relajante, más si cabe si se realiza casi al atardecer, como fue mi caso, y las discotecas que franqueaban el cauce del río seguían allí, pero, al igual que los restaurantes del pueblo, estaban prácticamente vacías. Había más trabajadores que clientes y en algunos de ellos habían decidido con buen tino bajar el volúmen de la música. Incluso se escuchaba nítidamente el piar de los pájaros. Me sorprendió ver a un grupo de colegiales occidentales de unos trece o catorce años (imagino que australianos) tomándose unos batidos de frutas como si estuvieran en la terraza más tranquila de la costa española, mientras eran estrechamente vigilados por sus monitores.
Algo había pasado en Vang Vieng en tan poco tiempo que era casi incomprensible lo que allí había ocurrido. ¿dónde estaba la fiesta loca que hace tan solo un año atraía a miles y miles de jóvenes de todos los lugares del mundo?. Interrogué esa noche a Mathew antes de ir a cenar y me dijo que había habido problemas, «Too much young for too much alcohol». El resto de la historia lo podeís encontrar más detallado en google, resumiendo, unos treinta muertos en tan solo un año. Cuerpos de jovenes aparecidos tras días y días varados en algúna orilla del río. Un gran escándalo nacional y las primeras medidas de la autoridades, la llegada de la policía encubierta y varias retirada de licencias.
Esa noche cené sólo en el mismo restaurante de la noche anterior, ya me había hecho a los simpáticos trabajadores del local, tenían unas vistas preciosas del atardecer sobre las aguas del Nam Song y la comida era decente. Casi a medianoche, mientras yo leía  tirado en mi hamaca un ejemplar de «Esperándolo a Tito» de Eduardo Sacheri, las luces local se apagaron y empezó a sonar la Macarena, ustedes saben. De pronto, como atraídos por cantos de sirena aparecieron el grupo de colegiales Aussies y comenzaron a practicar el ritual y poco rítmico bailecito. Yo, que no sabía si reír o llorar o unirme a tan gracil coreografía, intenté centrarme en «esperándolo a Tito» y en el Sacheri este, pero me fue imposible cuando de entre las sombras apareció un tipo laosiano torpemente disfrazado  como el batman de las serie de los sesenta a unirse a la konga medio australiana medio rociera. Y eso señores, junto a un tipo que abrazaba a los perros laosianos por la calle, fue el único conato de fiesta salvaje que pude vivir en Vanvieng.
Al día siguiente dejé Vang Vieng y emprendí camino hacía Vientian. La mañana era fresca. Una pequeña neblina sobrevolaba las aguas del Nam Song. Mathew había madrugado y tomaba una taza de café de pie, mientras observaba pensativo el puente de teca que estaba frente a su hotel. Tomé el desayuno mientras conversábamos sobre mi siguiente destino y me habló mas pormenorizadamente de sus viajes. Me despedí de él con el mismo buen rollo y embrollo idiomático que habíamos tenido esos días y nos deseamos buena suerte. Fue en ese instante en el que me percate que en la puerta del hotel colgaba un cartel de «se vende». No sé si siempre estuvo allí o justo lo acababa de colocar.
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Puede que el último año haya supuesto una inmensa catrástrofe económica y humana para Vang Vieng y que el pueblo tal y como lo conocíamos tenga los días contados dentro del panorama turístico laosiano. Pero eso no convierte a Vang Vieng en un lugar sin atractivo alguno. Ahora, redimensionada y respetuosa consigo misma, puede que la villa de Vang Vieng logré un lugar de oro en la retina de los pocos viajeros que a partir de ahora lo visiten. Y vuelva a ser la auténtica joya del Asia rural que nunca debió dejar de ser.

El paradigma de Vangvieng. Parte I: El ascenso

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Para entender la historia de Vang Vieng, un pequeño pueblo a caballo entre las dos principales capitales de Laos (Luang Prabang y Viantiane), no es necesario imaginarse paises lejanos ni empaparse de culturas ajenas, el mundo es hoy día más pequeño y las diferencias entre unos lugares y otros no son más que el telon de fondo de la historia que les voy a contar. una historia que podría ocurrir bien cerca de aquí, en Lloret de mar o en la polémica Magaluf. Una historia que a día de hoy podríamos dar por concluida, o por lo menos, en suspenso. Una historia de la que podemos sacar conclusiones valiosas. Una historia que ya no es una historia, sino un ejemplo, un paradigma, el paradigma de Vang Vieng.

Laos, como todo país del sureste asiatico que se precie, no es ajeno al turismo masivo y al hoy en día mal llamado «turismo mochilero». Desde finales de los setenta empezaron a llegar turistas sobre todo provenientes de Australia y francia. No mucho después algún viajero llegó a Vang Vieng, una pequeña población dedicada a la pesca y a la agricultura. Bañada por el rio   Nam Song y salpicada por innumerables formaciones karsticas, Vang Vieng supone aun hoy día la postal soñada de la Asia rural. Estrechos caminos, pequeñas montañas selváticas, inabarcables llanuras de campos de arroz, serpenteantes rios, escondidas cuevas e impresionantes piscinas naturales convierten a Vang Vieng en uno de esos lugares mágicos que todo turista occidental desea conocer.

Vang Vieng pronto se convirtió en un destino obligatorio para todo aquel que visitara Laos, y el pueblo creció exponencialmente. La construcción hizo acto de presencia (deja vu) y los nuevos hoteles y restaurantes se sucedían ordenadamente en las calles de la población. La naturaleza de los alredededores, la espeleología y la escalada implementaron aun más el turismo en los 80 y los 90, sin que la llegada de los extranjeros supusiera mayores prejucios a los habitantes de Vang Vieng, más bien todo lo contrario, Vang Vieng era prospero y seguro que sus habitantes vivian algo mejor que el resto de sus compatriotas.

Pero unos años más tarde, con el abaratamiento de los billetes de avión y la buena coyuntura económica de los paises anglosajones, el turismo creció exponencialmente y apareció un fenómeno que aún perdura hoy día y que ha cambiado para siempre la industria turística de la región: la bajada sustancial de la media de edad del viajero. De repente, era posible ver a más y más viajeros  de poco más de veinte años moviéndose por libre por todo el sudeste asiático.

Los empresarios hosteleros de Vang Vieng se dieron cuenta del hecho y el turismo de naturaleza poco a poco derivó en un turismo de fiesta y borrachera (¿a que recuerda esto?). Poco a poco el boca a oreja y la llegada de internet pusieron a Vang Vieng en el punto de mira de mochileros ávidos de cultura y naturaleza, pero también deseosos de juergas baratas y fiestas en la playa.

Y entonces surgió el «tubbing», actividad que colocó a Vang Vieng en un lugar de honor en la santísima trinidad de la fiesta mochilera, junto a Kao shan road en Bangkok y la fiesta de la luna llena de Koh Phangan.

¿y en que consiste, o consistía, el «tubbing»?.

El «tubbing» es un intento, a falta de playas paradisiacas como las de Tailandia o las interminables luces de neon de Bang kok, de aunar naturaleza y juerga. Para practicarlo solo hay que acudir al centro de empresas de tubbing que se encuentra en la calle principal de la localidad y alquilar una gran llanta de camión y un billete de ida a la zona alta del río Nam Song. Por unos ocho euros, neumático incluido, un pequeño camión te lleva a unos kilometros de la localidad, a una pequeña playa fluvial acondicionada para el baño con un pequeño muelle y un chiringuto. Allí empieza el descenso por el río sobre una llanta de camión. El descenso es tranquilo debido a las mansas aguas del Nam Song y los paisajes, que empiezan en un bosque cerrado casi selvático para acabar en espacios más abiertos, son bellísimos. Tras unos pocos minutos de «travesía» se acaba la tranquilidad y el piar de los pájaros y el mugir de las vacas es sustituido por música techno sonando a todo volumen. Los bares empiezan a sucederse a lo largo de la ribera. Son bares, más bien discotecas de bambu y madera, cuya entrada principal esta en el río. En los muelles de cada bar los jovenes camareros laosianos enseñan carteles con leyendas del tipo. «1 beer= 1 joint free!», «2×1 all shots». si te convencen los precios del bar o empiezas a tener sed haces una señal a los empleados del muelle y ellos te tirarán una cuerda para que puedas agarrarte a ella y llegar hasta el muelle y consumir lo que te plazca. Cerveza, whisky, vino, incluso en algunos locales hay una carta «secreta» con todo tipo de drogas, incluido el opio. Algo que yo pensaba que sería una leyenda urbana y que de leyenda tiene bien poco.

Como todos podemos imaginar, las juergas eran de infarto. Una mezcla entre la fiesta Ibizenca y un «mas de la punta» tropical. Cientos de jovenes, casi todos «guiris» o «phanangs» como se les llama aquí, desfasando como nunca en un lugar de ensueño, rodeados de una naturaleza encantadora, algo que ni la mejor discoteca Europea puede ofrecer.

Y además de alcohol y drogas, tirolinas y toboganes a lo largo del río. El acabose.

El «tubbing» tiene su otro lado más amable, en la propia Vang Vieng. Si bien la juerga se situaba en el río, el centro urbano era más tranquilo y comedido gracias a sus bares de «friends», y no es que los bares estuvieran llenos de colegas, que también, sino que son bares cuyo principal atractivo es la emisión de episodios de friends ininterrumpidamente. Tanto éxito tuvieron estos bares, que hay una calle entera llena de este tipo de locales. Anque hoy en día ya hay locales de «Padre de familia» o de «South park» y «Los simpsons». En estos locales también existía la opción de pedir la bebida o la pizza «happy». Es decir, con suplemento de marihuana. En definitiva, son bares para cenar, echar una partida de billar, tomar un delicioso batido de frutas o simplemente colocarse mientras ves «friends».

El momento más álgido de Vang Vieng llegó antes del crack económico del 2008, pero logró superar el bache debido a sus insuperables precios, resultando ser de lo más barato de todo el sureste asiático (una habitación individual de hotel puede costar de 4 a 6 euros la noche y medio litro de cerveza no llega al euro, el alquiler de una bici para explorar la zona no debería costar más de 2 euros al día). Pero no todo iba a durar para siempre, y los problemas pronto llegaron al paraíso.

El sur

Era tan fácil andar con Marta descuidándose de esas pequeñas y a la vez tan nimias cosas, esas cosas que llaman tangibles, las cosas que acaban importando a la gente, que decíamos siempre que nuestra cédula revolucionaria era definitivamente una cédula de dos, un promontorio pequeño pero excelso desde el cual mirábamos al mundo y los veíamos (a los demás) cual hormiguitas o cual niños pequeños en pos de algo cuya esencialidad o crucialidad del todo se nos escapaba. Y era en estos momentos tan absurdos o tal vez tan pagados de si mismos que no veíamos alcance al día en que ésta cédula de dos se rompiera o se quebrase. Moríamos por cazar instantes, conspirabamos por velar nuestra exclusiva condición de locos soñadores, aquellos momentos en los que nos sentíamos inmortales e infinitos, gigantes de rasgos amables y honestos que habían decidido vivir en la clandestinidad más absoluta, en una atalaya apartada de la superficie austral de los hombres, allá donde la vista no alcanza o alcanza solo para algunos, para un día hacer no se sabe muy bien qué. El tiempo y la vida que se encontraba fuera de esos momentos tan felices se encargaría de deshacerlos como tormos en vetas de arenilla. Y sucedió que, muy a mi pesar, Marta tuvo la astucia de saber bajarse de ese promontorio a tiempo, antes de que llegara la inevitable ventisca de realidad, mientras que yo, confiado y amodorrado (menudo imbécil), me quedé ahí, atrapado en mi mismo, pensando estúpidamente en mis verdades, en los escurridizos círculos del tiempo y en que Marta volvería en cuanto menos lo esperase. Y así es cómo empecé a envejecer, a perderme lo presente y lo vivido, a verlo todo, no injusto como antes, sino fatal, trágico, irresoluble, un desengaño que me abarcaba a mi mismo y a cuanto me rodeaba, y, lo peor de todo, le perdí el sentido a las cosas, y reclamé a mis dioses (que para mi son los literarios) convertirme en la estatua de sal insalvable que hoy me avergüenzo ser.

Quizá a estas alturas de mi vida debería mirar hacia adentro, como ahora miro, y confesar, para dejar claras de una vez por todas las motivaciones que se esconden tras mi desviada conducta y para quitarme un peso de encima, que en ocasiones busco consuelo en el azar, en la apuesta que supone transitar en soledad por ciudades desconocidas, por lugares apartados que nunca imaginé visitar (normalmente por cuestiones de trabajo), en un vago intento por salir de la rutina. Pero nunca, por más que camine sin orden ni concierto, me ocurre nada fuera de lo común. Y entonces, cuando vuelvo al hotel aburrido y desilusionado, persiguiendo a un tiempo las mezquinas paradojas que las grandes urbes plantean y el lejano y paciente bagaje de los astros por el cielo, me traiciono a mi mismo e imagino un reencuentro fortuito con Marta. Una casualidad acaecida al capricho de las hadas que me aguarda a la siguiente vuelta de la esquina. Como si ambos, desorientados y confundidos, mellados en nuestras capacidades, erosionados y vencidos por el tiempo, fracasados vitales o fracasados sentimentales (que viene a ser lo mismo), hubiéramos navegado a la deriva todos estos años y nos encontráramos en el lugar menos pensado, como si llenáramos de orden y consecuencia otro locus horribilis, como si anidáramos en las antípodas de lo soñado. Un momento que en mi cabeza se ha convertido en algo más que una argucia contra el olvido, en algo más que un referente, en un clavo ardiendo, algo parecido a una distopía mental, si lo pienso fríamente, en mi peor y más fiero enemigo, en un inhóspito umbral del dolor, en un bote salvavidas repleto de fugas de agua, tan inalcanzable como esas líneas que tiemblan sobre el horizonte, como un mantra espectral que me acompaña, sigiloso y humeante, allá dónde voy. Mi santa Compaña, mi lastre del pasado, una de esas lecciones de vida que hubiéramos preferido evitar, mi propio Aleph invertido, una abertura estrecha y también inabarcable del espacio-tiempo desde la cual mi mente eclosiona y mira en dirección a todos los puntos posibles, dando rienda suelta a los intentos de enumeración caótica que bullen en mi cabeza, fingiendo ser de nuevo ese Dahlmann frágil y osado que plantado frente al cielo del sur empuña con firmeza su cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

La materia oscura

Movier arrojó sobre la mesa el puñado de exámenes con sus fuerzas vencidas y su propia conciencia a punto de desmoronarse. Tomó unos segundos de respiro mirando riguroso al techo. Repasó los últimos días concienzudamente, o al menos, los momentos que consideró de mayor revelancia. Entonces pensó que si algo le esperaba fuera de su habitación cabía la posibilidad de que se hubiera esfumado. Volvió su mirada al fuego del hogar. Se incorporó, estiró sus músculos hasta hacerlos despertar y con la mano apoyada en su costado se acercó al vestidor. Abrió el primer cajón de la cómoda, sacó una cajita que contenía tabaco y una vieja pipa tallada en cedro y se dispusó a rellenarla procurando no derramar ni una sola brizna de tabaco. Arrimó una cerilla a la boca de la pipa. Cubrió la lumbre con la palma de su mano. La encendió. Inspiró con fuerza unas cinco veces. Recogió el tabaco con la pipa encendida y se dirigió junto a la ventana del salón. Se calmó momentáneamente cuando vio el entramado lumínico de Viena extendido sobre ambos lados del Danubio. Pensó de nuevo en el joven físico Alemán, en sus escandalosas teorías, y en la deficiente ventilación de su alcoba, que comenzaba a llenarse de humo.

Lo peor de toda esa situación, o de su vida en general, era que ese joven tenía razón. Si sus calculos eran exactos, si pudiera demostrar su teoría, la disciplina entera podía quedar reducida a un simple club de aficionados. ¿Que sería del profesor Walmar y todos los deterministas que poblaban las universidades europeas ? ¿qué harían a partir de ese día? ¿podrían afrontar lo que se les venía encima? ¿en el peor de los casos, que prevalecería: el orgullo o la decencia?. Y lo que atemorizaba a Movier no era esa teoría revolucionaría, ni le perturbaba en modo alguno el destino del legado de Newton, que para él estaba más muerto que vivo, ni siquiera la posible perdida de su puesto de adjunto en el Döblinger conseguía robarle el sueño. Lo que temía sin medida era que Walmar, desde el principio, estaba en lo cierto. Que, tal y como él decía, la profesión entera moraba un nido de serpientes, que no había más opción que adentrarse a tientas y desnudos en la noche en llamas, que él solo era otro soldado desangrándose en la nieve, que tan solo quería ser recordado.

El Monte do Gozo

Dejé Caspe a la mañana siguiente. El pie me dolía un poco pero ya había bajado por completo la hinchazón. Cuando me fui aún había neblina y las farolas exhalaban una luz naranja y corta. Salí del pueblo en dirección a Zaragoza y tomé el camino marcado en amarillo hacia el final de mi siguiente etapa, Escatrón. Desde lo alto de una colina tomé un respiro y me quedé mirando el pueblo de Caspe envuelto en esa luz de verano que casi no te puedes creer, como hago con todos los lugares que me llegan de verdad.

Y perdonen por empezar de manera desordenada mi historia. Repaso mis escritos, no a diario, pues eso sería un ejercicio de onanismo literario, y sólo me veo reconocido en las personas y lugares que describo. Lo demás, mis pensamientos poco brillantes e incluso las cosas que me han pasado y que he sufrido en mis carnes me parecen ahora vana literatura, ligera y a menudo incierta verdad. Las campanas del obradoiro acaban de dar las ocho de la tarde. El cielo está plomizo. A buena fe que descarga con virulencia y piedad su agua (esto no es una invención), y los ríos de gente salen ordenadamente de la catedral. Poco a poco se dispersaran por esta constelación de calles como colas de cometas apagándose entre las estrellas. La vía láctea. La estrecha vereda. La tristeza y compasión del camino que cae cómo esta lluvia borrascosa, como esta lluvia Atlántica, como esta lluvia regia, al llegar a su final. El caldo de ternera se está enfriando. Permaneceré acurrucado enfrente de la ventana un poco más. De todo esto, una mala nueva: mis pies ya no son mis pies, son una masa informe de pellejo, huesos y queratina que tienen vida propia. Me manejan a su voluntad y van dónde quieren, hacen lo que quieren, me llevan dónde quieren. Dicen que del camino surgen ideas increíbles, pero no son ideas, eso lo sé yo. Y ahora lo saben ustedes. No se viene al camino a pensar, no señor, se viene a caminar, se viene a desfallecer, se viene a conocer extraños o a extrañar conocidos o a olvidarnos de todo y abandonarlo en las lindes de los senderos, a levantar Castillos, a convivir con el asombro y con lo extraño. Un ejemplo andante, yo mismo. Cuando salí de Tortosa era un medio muerto, un Golem, un bebe canceroso abrazado a la muerte. Ahora soy otra cosa, no sé muy bien qué pero soy otra cosa. Mis hijas. Yo diría que soy la mezcla imperfecta de mis dos hijas. Ha cesado de llover y caen, melosas, las últimas aguas de la tarde. He empezado por en medio a repasar mi diario pues no sabía por dónde empezar. Son tan difusos los inicios y tan claros los finales. Escribiría un libro, si tuviera ansias de inmortalidad les juro que escribiría un libro. Pero no lo haré. Me conformaré con leerme de vez en cuando y reescribirme y contar viejas historias de viejo y recuerdos, recuerdos.. Me conformaré con contar un poco de lo que pasé. Y con decir, a viva voz y a Santiago entero, que me llamo Sebastián, para algunos Sebastián el peregrino cojo, que tengo cincuentaytres años, y dos hijas, que mi mochila está llena pero hoy no me pesa, y que hoy, a mediados de septiembre de dos mil diez, al fin, he llegado a Santiago.

Introducción a la economía

“Buenos días señores, señoritas, repetidores varios. Soy Edward Redmond, profesor titular de Historía de la economía I. Algunos de ustedes habrán oído que la universidad no es lo que al principio uno pudiera pensar. No se alarmen. No me refiero a las fiestas y juergas. En eso pueden estar ustedes tranquilos. Me refiero a los contenidos académicos. Quizás muchos de ustedes eligieran cursar Económicas debido a una habilidad innata para las matemáticas. Lamento decirles que esto no es calculo. Quién sabe, están a tiempo de arrepentirse. Ustedes, influenciados por la educación básica, que no es otra cosa que una purga para separar a los mediocres de los válidos, creerán que los números no engañan. Si esta premisa fuera cierta no habría trabajo ni para mí, ni para ninguno de ustedes. Porque la economía no son solamente números, balances y contabilidades. La economía es una ciencia oscura, aplicable a todas las índoles del ser humano. Existe una economía monetaria, una economía de recursos, del lenguaje, y aunque no se lo crean, existe una economía sexual. Pero en lo que a nosotros nos concierne, supone el método de aprovechar las oportunidades, de cuantificar las potenciales ganancias, prevenir los riesgos y saber retirarse a tiempo. Es una disciplina de predicción, de conocimiento del medio y del ser humano, sobre todo de las carencias del ser humano. Pero eso es algo que, lamentablemente, la universidad no les va a enseñar, sencillamente, porque es imposible. Es algo innato, que se tiene o no se tiene. Instinto de supremacía, lo llaman algunos teóricos. Lo que les voy a decir a continuación tal vez ahora les parezca muy lejano, algún día muchos de ustedes estará en lo más alto de las finanzas y en la cima del mundo empresarial de los Estados Unidos. Lo cual equivale a estar en la cima del mundo y ver a los demás mortales como si de hormigas se trataran. Ese día comprenderán, señores y señoritas, que la economía no es un trabajo como lo pueden ser otros, la economía es una responsabilidad con ustedes, sus familias, su país y el mundo entero. Imagino que estarán pensando que este viejo solemne chochea. Pero !Ay de ustedes y de las almas de los que olviden estas palabras¡.

Ya está. Prometo no volver a sermonearles, a menos de que me vea obligado a ello, en lo que queda de cuatrimestre. Les ruego que a partir de ahora me llamen Edward, me hace sentirme joven. Hagan el favor de abrir sus manuales en la página 25. Por cierto, bienvenidos a Princeton”.

La llanura

Llegué a la playa a duras penas, abriéndome paso entre los cañizales y las dunas formadas por el viento. Allí estaba Cleo, justo donde recordaba, postrado frente al mar, con la mirada catatónica del demente que de pronto ha descifrado el lenguaje secreto de las olas. Me costó convencerle pero logré traerlo de vuelta al hostal. No dijo una sola palabra coherente en todo el trayecto de vuelta, aunque alguna extraña lógica parecía esconderse bajo la caótica sucesión de sus desvarios. Y una frase se repetía de cuando en cuando, como la luz giratoria de un faro: «El tiempo es un cíclope, y esta noche es la mejor de sus guaridas».

Cleo falleció al día siguiente. Tenía cincuentayseis años.

Un día, cuando disipe la niebla y se agoten las espirales del tiempo, sé que encontraré a Cleo en la llanura. El vendrá hacía mi distraídamente, con su porte inconfundible de centauro del desierto, atento como siempre a todo lo que le rodea pero sin dar importancia alguna a sus propias conclusiones. Llenaremos entonces la eternidad de discusiones, huertos, silencios, y, porque no, de algún que otro libro. El tiempo estrictamente necesario para llegar a la conclusión de que ambos teníamos razón. Yo llevaré la batuta con instrucciones imprecisas y frases lentas y cortas, él incordiará continuamente con replicas punzantes y sus histéricas prisas. Y nunca nadie sabrá quién fue el padre y quién fue el hijo. Y nunca más nadie sabrá del duelo. Y el alba dará paso a un día claro y el sol dibujará sus huellas sobre el valle dorado y descubriremos que Camus estaba en lo cierto, que en lo más profundo del crudo invierno latía en nosotros un invencible verano.

Caspe 1412-1936

Alfredo, y Álvaro y José Luis con alguna pequeña acotación, me explicaron concienzudamente la historia del castillo, la raíz de su importancia, y de paso, un poco de la otrora importante y convulsa historia de Caspe. No sé si puedo manejar toda la información de aquella noche. Pero más o menos esto es lo que saqué en claro. Perdonen el desorden. El castillo de Bailío, construido en el siglo XIII, baja edad media, de acuerdo, estuvo vinculado por siempre a la orden templaría de San Juan y a la Colegiata de Santa María la Mayor que linda y se confunde con él. A la iglesia ya venían a parar peregrinos venidos de distintos lugares, incluso de lo que ahora conocemos como Italia y Francia, por lo menos a partir del siglo XIII. Cuentan que aquí nació San Indalecio, uno de los peregrinos que siguió al Apóstol Santiago por España y uno de los que vieron aparecerse a la virgen en el Pilar en Zaragoza, su casa en el pueblo todavía sigue en pie, al lugar lo llaman “Callizo de la infanzonía”. Hasta aquí todo bien. Aviso. Nos adelantamos en el tiempo. Siglo XV, los Sanjuanistas ya han abandonado el lugar, el castillo de bailío sigue en pie, pestes, enfermedades, incendios de la iglesia, reconstrucción de esta en estilo gótico que se acerca a su aspecto final. La localidad de Caspe en su punto álgido, encrucijada y lugar de paso obligado en el vasto reino de Aragón, que crece y crece. Siglo XV, 1410, muere el rey Martin el humano sin dejar descendencia, gobierno vacío, miedo en la población e incertidumbre en las cortes del reino. Varios son los candidatos a ocupar su lugar. Los más fuertes: Fernando rey de castilla y el Conde de Urgell de Barcelona. A partir de aquí la unidad del reino está en peligro, intrigas palaciegas, lucha de favores. Los dos bandos están claros. La familia de Luna (partidarios de coronar al Conde de Urgell) asesina al obispo de Jaca (favorable a la proclamación de Fernando rey de Castilla). Voy a decirlo claro y alto. Crisis, amenazas de tomar las armas, un joven reino se enfrenta a una guerra. Por otro lado, afortunadamente, los contactos diplomáticos de figuras del clero como Fray Vicente Ferrer logran que representantes de todas las partes del reino (Castilla, Aragón, Barcelona y Valencia) acepten dialogar serenamente y reunirse en Alcañiz. Conjeturas en sacristías, mensajeros a caballo de un lugar a otro, conversaciones a sotto voce en los castillos y monasterios. Finalmente, acuerdan reunirse en la localidad turolense de Alcañiz para evitar una guerra que parece inevitable. Prosigo. Las conversaciones avanzan a duras penas, pero avanzan. Se acuerdan los términos de la futura negociación. Hace falta un lugar dónde reunirse, con buen entendimiento deciden que ese lugar sea la encrucijada del reino, Caspe, que cuenta con su castillo- palacio y es un lugar simbólico debido a su situación geográfica. Doce hombres, en su mayoría hombres de Dios, representantes de cada uno de los rincones del reino y con igualdad de voto decidirán el sucesor del trono de Martín el Humano, llegando así a una solución pacífica del conflicto, a estos hombres se los llamará compromisarios. Al buen juicio de estos se deja el destino del reino.

Caspe. año 1412. los doce compromisarios discuten y liman sus diferencias en favor del bienestar de sus pueblos y de su joven reino. Negocian, se enfadan, a punto están de romperse las conversaciones en más de una ocasión. El reino y sus habitantes siguen a lo suyo pero un silencio y un viento viciado como de un desgarro invade las calles y plazas, los mercados y los campos de cultivo, las dehesas y las aguas crecidas del Ebro. Los compromisarios mantienen conversaciones privadas entre ellos, luego todos juntos. Fray Vicente Ferrer se erige cómo el eslabón que mantiene unida la cadena hasta el final, no en vano es respetado y escuchado por todos los compromisarios. Los tiempos fijados para las negociaciones llegan a su fin. El pueblo se impacienta, los candidatos a la corona se impacientan, estallan los disturbios en varias localidades. Los compromisarios resuelven encerrarse en la sala principal del castillo de Caspe y no salir de allí hasta que lleguen a una solución. Fray Vicente tira, empuja, arrastra las buenas voluntades de los allí reunidos para llegar a una decisión final que sea la más favorable a las gentes del reino. Afuera, en la calle, bajo la iglesia, a pocos metros de dónde estábamos cenando, una muchedumbre entera contiene la respiración. De pronto, un anunció al alba se enciende y serpentea por todo el reino como la pólvora, las negociaciones han llegado a su fin. A los pies de la colegiata, Fray Vicente Ferrer, el hombre que luego será elevado a la santidad, proclama que se ha llegado a una solución pacífica y consensuada, y que será firmada y aceptada por todas las partes interesadas en el litigio. No habrá guerra, la sangre no se derramará, la corona de Aragón permanecerá unida, la palabra ha vencido a la fuerza, Fernando de Castilla es el nuevo Rey.

Después de está increíble y novelesca historia, que a decir verdad yo no había ni oído hablar en mi vida, la historia se convierte, cómo tantas otras veces, en un borrón negro y vergonzoso. El Castillo tendrá varios usos en los siglos venideros. Fortaleza, palacio para los nobles de la zona, o escenario de juegos infantiles. Sufre saqueos y actos vandálicos debido al abandono de las autoridades y al olvido de gran parte de sus vecinos. Sus salas en otro tiempo lujosas se utilizan como cárceles durante las guerras Carlistas. Más expolios de sus piedras, más abandono mientras algún Caspolino predica en el desierto recordando su glorioso pasado y maldiciendo su inefable presente. Pero todo, que parece dominado por esa ley no escrita pero sí muy española, irá a peor. Olvido y negación de su importancia histórica. Siglo XX, más expolio, la gente piensa en el comer y no en la memoria de las piedras, dicen quienes lo disculpan. Llega la república y todo sigue igual, el castillo es una cantera cómoda y cercana al núcleo urbano, más olvido, más vergüenza, más silencio. 1936. Con el levantamiento militar el castillo ya empieza a estar en auténtica ruina. Lo único que resiste en buen estado son las bodegas, la parte subterránea. Llega un bando, luego otro, y entre medio, se quema la iglesia y sus imágenes y retablos. También acaecen fusilamientos, hombres apresados por decir lo que pensaban o pensar lo que callaban o por no se sabe muy bien qué son encarcelados en las dependencias del castillo. Sus firmas y sus últimos pensamientos, me cuentan, permanecen allí, a la espera de caer con la última piedra. Una mañana con el cielo todavía oscuro los despiertan a golpes y los sacan de sus celdas. Los ponen enfrente de una pared de la calle hospital (que macabra ironía) con los ojos vendados. Se oyen a un lado y a otro de los rifles proclamas malgastadas al aire, ruido de disparos, pájaros huyendo en desbandada. Estas frases son adornos míos, licencias que por serlo no son menos ciertas. La guerra continua, llega el bando contrario a la ciudad, ajusticiamiento, más cárcel, más persecución, más noches frías en las celdas de Bailío, más inscripciones de desesperación en sus paredes, más mañanas de neblina apestando a pólvora, más silencio y dolor, silencio y dolor.

La versión de Marta

Según Marta, Donato simplemente nos había relatado una parte significativa de su infancia. Había crecido en Aguascalientes, a mediados de los años setenta, mucho antes de la llegada de los turistas. En aquella época, hasta allí sólo se acercaban equipos de arqueólogos y algún aventurero más o menos loco y despistado. En una de esas expediciones llegó un arqueólogo francés, y cómo en aquella época no había hoteles (de hecho dudo de que hubiera pueblo, a lo sumo una aldea, o una comunidad de campesinos), el francés se hospedo en casa de la familia de Donato a cambio de una generosa contribución a la economía familiar. Obviamente, ese fue el origen del hostal familiar en el que dormíamos, o mejor dicho, en el que no dormiamos. El señor francés, que venía de la Sorbona, hizo pronta amistad con Donato y su familia. En las largas jornadas de lluvia, mientras la actividad de la selva se detenía por completo y no había nada que hacer salvo aburrirse, le enseñó ciertas palabras en francés, palabras del tipo “Mondie, j´te aime, felonie”, esas palabras francesas que todo el mundo sabe, pero que en esa zona apartada de la selva y en esa época en particular debieron sonar a Dios Creador o a un mundo nuevo que llega. Y así, entre trago y trago, nos relató como acabó convirtiéndose en el ayudante de confianza del arqueólogo y que lo seguía allá dónde fuera, portando sus herramientas que parecían más las de un artista que las de un saqueador de tumbas, o ejerciendo de recadero o mensajero entre el grupo de excavación y el grupo de estudio que se había instalado permanentemente en en el pueblo.
El arqueólogo francés subía un par de días por semana a supervisar las excavaciones en Machu Pichu, mientras que el resto de los días se quedaba estudiando, catalogando y embalando los restos arqueológicos en un granero que había sido comprado por la Sorbona para utilizarlo de almacén. De ahí el interés de Donato por el francés y que no entendieramos la mitad de lo que decía, pues Donato nos recitaba algo que se había aprendido de memoria más de treinta años atrás, pero que no sabía muy bien lo que significaba. Ni siquiera sabía si era un poema, una canción tradicional francesa o un conjunto de frases sueltas.
La historia, en resumen, prosiguió más o menos así. El francés llamaba a Donato su “petit porteur”, lo llevaba consigo a todas horas, lo nombró (extraoficialmente) su consejero en los temas concernientes a la fauna, las costumbres, creencias y cualquier duda relacionada con la vida diaria de la aldea. A cambio de estos servicios le pagaba unos soles al finalizar la semana, le impartía unas clases particulares básicas, y le contaba como la primera vez que veías Paris desde el mirador del “sacré coeur” se te cortaba la respiración y te entraban unas ganas inmensas de llorar. Pasó la pascua y la primavera y buena parte del verano con la familia de Donato. Celebró con ellos los antiguos rituales de cambio de solsticio, cuando el dios sol vira el rumbo de su errancia por los cielos anunciando nuevos tiempos de recolección. En los ratos libres Donato llevaba al arqueólogo a visitar bellas y escondidas riberas del río o espectaculares cumbres de la zona, a veces zonas que no habían sido contempladas por los viajeros occidentales, por lo que se puede decir que había total confianza y que pasó a ser como uno más de la familia. Hasta que un día, en plena época de lluvias, el arqueólogo fue llamado para acudir a una zona remota de México. El filón de Machu Pichu se había agotado, hay que decir que más temprano que tarde, y no quedaba mucho que hacer allí. Lo más sustancial del final de la historia era que Donato había salido en una foto de una prestigiosa revista de divulgación científica (Marta aseguró que hablaba de National Geographic). Revista que el arqueologo francés se molestó en mandar a Donato junto a una carta escrita un poco en francés y un poco en castellano en la que le decía que le había encantado conocerle y que un día volvería de visita, por puro placer, y que esperaba ese día con impaciencia, pues guardaba un gran recuerdo del pueblo de Aguascalientes y de la amabilidad de sus gentes. Lo malo del asunto es que no sabremos nunca si el arqueólogo volvió o no al lugar. La historia era bonita y entrañable, una buena anécdota para contar a un extraño, eso hay que reconocerlo. Pero para ser sincero, el final en estos casos es lo de menos. Lo importante es el gran potencial y las múltiples posibilidades que la historia ofrecía.

El hallazgo de John Doe

Ese dibujo, que tuvo que soportar las inclemencias del invierno Alemán y la húmeda primavera francesa y los vaivenes propios de una compañia de infanteria en continuo movimiento y las típicas confusiones de equipaje en el buque que lo trajo de vuelta a América y que fue expuesto por primera vez en una exposición promovida por los veteranos de guerra de Orlando en el año 1964, hoy es una de las piezas preferidas de la colección privada del magnate de las finanzas John Doe, que lo compró por más de veintemil dólares a un coleccionista Limeño obsesionado con la segunda guerra mundial. Los motivos de su adquisición aún no están claros ni siquiera para el mismo John Doe, que se vio practicamente obligado a comprarlo ya que formaba parte de un lote más grande que contenía joyas tales como unos anteojos pertenecientes al mismísimo Dr. Muerte, Aibert Heim , y una pitillera que formaba parte del dispensario que Goobles dejó preparado para su hipotética huida a algún lugar de América latina, aunque algún experto le ha asegurado en más de una ocasión que lo más probable es que se tratase de una falsificación. Sea como fuere, John Doe compró ese dibujo y, como ocurre con muchas obras de arte, ese dibujo paso desapercibido dentro de su extenso archivo documental, hasta la mañana de Agosto de 1963 en la que para entretener a su nieta Doris le enseñó algunos objetos de su colección. De entre un fajo de papeles que él suponía de poco valor sacó el dibujo y lo vio, o mejor dicho, lo observó por primera vez, sin prestarle atención, como quién pasa fotografías a gran velocidad. A continuación, se lo enseñó a su nieta, que no mostró ninguna señal de entusiasmo. Lo volvió a mirar, esta vez con tranquilidad, esta vez con la ingeniudad necesaria, y vio a Jans y Martina y, según sus propias palabras, pudo reconocer Berlín. Es decir, no lo reconoció, más que nada porque no había estado en Berlín en su vida, sino que, so pena de equivocarnos, podríamos decir que lo sintió, que olió la polvora de las bombas y escuchó al viento gris batiendose en retirada y pisó el pavimento agrietado de Berlín y recorrió en un abrir y cerrar de ojos cada una de sus calles, y entonces supo que estaba ante una ilustración importante, una ilustración heredera del movimiento expresionista, pero con una sensibilidad más cercana a Caravaggio o a el Bosco, pintores por otra parte sumamente dispares, pero que en el dibujo desgastado y harapiento y algo estropeado que sostenía en sus manos confluían como algo único y nuevo. Los días siguientes se sucedieron frenéticos, John Doe canceló sus citas de trabajo y se dedicó a estudiar más detenidamente la obra, lo hacía siempre que consideraba que había hecho un descubrimiento importante. John Doe en su despacho. El dibujo colocado sobre un atril, en su mesa de trabajo. Sobre el dibujo, una lupa con luz blanca. John Doe frente al dibujo, frente a ese lugar monstruoso que remite a Berlín, frente a Jans y Martina, frente al alma atormentada del soldado Scott. John Doe haciéndose la preguntas adecuadas. ¿A que o a quién se debía la ausencia de firma?, ¿Quién fue el ilustrador?, ¿tenía formación académica? y si tenía formación ¿A que escuela pertenecía?, El autor ¿sobrevivió a la guerra?, ¿seguirá vivo?, ¿seguirá dibujando?, ¿tendría por casualidad, alguna ilustración más de él?, ¿cómo pudo el coleccionista Limeño, que era conocido por su minuciosidad y buen gusto, pasar por alto la valía del dibujo?, ¿le había estado esperando el dibujo, precisamente a él, escondido en ese fajo de documentos?, ¿Cual sería la fecha exacta de datación?. ¿Noviembre, diciembre, enero de 1949?

John Doe alimentándose a base de café y cigarros que fumaba en el patio interior de su mansión de estilo español, sentado junto a la fuente que presidía el patio, regando para distraerse una línea de macetas con kalas tropicales que la franqueaban, el único lugar de su mundo que lo relajaba. John Doe pasando las noches en vela, observando el dibujo, perdiéndose en la intrahistoria del dibujo, y haciendo una lista de todo lo que en él intuía: rabia, resignación, soledad, derrota, sobre todo derrota, pero no una derrota normal, como sería una derrota deportiva o una derrota personal o una derrota profesional, sino una derrota anunciada, una derrota que empieza en el primer esbozo del dibujo y que se extiende por los marcos físicos del papel, y que a medida que John Doe se acerca a la verdad se multiplica, se exponencia, se derrama fuera del papel, se vuelca como un tsunami por su despacho y por su archivo documental y por sus patios interiores de estilo español, una derrota esperada, casi deseada, !casi buscada¡. Una derrota dolorosa pero que significaría el fin de la guerra, una derrota dulce al fin y al cabo, una derrota que huele a hogar, a reencuentros con el pasado, a amaneceres limpios, a todo lo que abandonamos pero no olvidamos y deseamos traer de vuelta con nosotros. Una derrota que mira a los ojos a John Doe y le dice “este es siglo XX y tú sólo eres un hombre, un pobre imbecil”. Y John Doe no supo que hacer en un primer momento, así que se recluyó un poco más para poner en orden sus pensamientos. Él no había luchado en la guerra, él no había visto la muerte en su versión mas primitiva y descarnada, él no había dormido junto a cadáveres y no había enterrado con sus propias manos a sus camaradas y menos aún había matado alguien, ni siquiera esa era una idea que se le hubiera pasado por la cabeza. John Doe frente al arte pero sobre todo frente a si mismo. John Doe llamando a su marchante. John Doe esperando en su despacho, encerrado a cal y canto, pensativo. ¿Así debió sentirse el descubridor de Van Gogh?, ¿Así debió sentirse el primer lector de Kafka?. ¿Para esto sirve el arte, para que suenen los “Eurekas!” en los rescoldos del tiempo?, ¿para qué imbéciles como yo nos sintamos vivos e importantes?.