Si bien en la primera parte de mi crónica de Vang Vieng les había descrito una ciudad prospera, repleta de «phannags» y bares de «friends», lo que me encontré ese día, a finales de 2013, fue radicalmente distinto, como si un huracán de realidad se hubiera llevado todas esas crónicas lisérgicas que poblaban los mentideros de internet, como si Laos de repente ya no fuera Laos, como si ese extraño viaje en una furgoneta de frabicación china me hubiera transportado por error al lugar más aburrido de Asia.
Y no me malinterpreten, lo sabía, me había informado anteriormente sobre la decadencia de Vang Vieng, pero eso no hacía que la estampa que se mostraba ante mis ojos fuera menos sorprendente.
El pueblo estaba , literalmente, defenestrado. Apenas una decena de personas caminaban por las calles principales del pueblo en busca de un sitio para cenar. Los bares y restaurantes permanecían abiertos, aunque ninguno sobrepasaba los dos o tres clientes. Tan poca era la actividad, que los dueños de los locales echaban una siestecita en las puertas de sus locales vacíos. Mientras, a unos metros, un estruendo de música «makina» salía de un «sports bar» en el que los camareros recogían las mesas a desgana, deseosos de acabar su improductiva jornada de una vez y echar el cierrre. Varios perros Laosianos (sí, los perros también son de dónde son) paseaban de un lado a otro de la calle olisqueando el suelo de tierra y ondeando su cola a gran velocidad, como si celebraran la reconquista de un territorio perdido.
Recogí mi mochila y junto a mis compañeros de viaje emprendimos la marcha en busca de alojamiento barato (los viajes son el mejor momento para conocer gente, ya que resulta imposible no entablar una interesante conversación). Entramos en la calle de bares de «friends», en cuyo final encontramos un alojamiento sencillo pero con aire desenfadado. La entrada estaba decorada con un batiburrillo de motivos étnicos y hippies. Las habitaciones eran austeras pero estaban limpias, tenían baño incluido y una pequeña terracita con vistas al río y a un pequeño puente colgante de teca que era utilizado por la gente local.
El hotel estaba regentado por Mathew , un inglés cincuentón que había vivido en extremadura en los años noventa y que había hechado raíces en Laos después de estar viajando durante años. Nuestra conversación era un poco surrealista y torpe porque él me hablaba en español y yo en inglés. Me contaba que en la época en la que él vivió en España fue muy importante para él, porque tuvo que aprender un idioma, ya que en el pueblo extremeño donde vivía, cerca de Almendralejo -creo-, practicamente nadie hablaba en Inglés. Y me aseguró convencido que Laos era el mejor país para vivir de todo el sudeste asiático. «La gente es muy buena. No hay pobreza extrema ni inseguridad y es muy barato, y si tengo algun problema de salud, como en Laos los médicos son terribles, y Vientian está relativamente cerca, siempre puedo plantarme en Bang kok en poco tiempo «.
Al día siguiente alquilé una bicicleta por poco más de dos euros y con la ayuda de un pequeño mapa que me había proporcionado Mathew exploré los alredededores de Vang Vieng, en busca de pequeñas cuevas que visitar y de un puñado de piscinas naturales que resultaron estar secas en esa época del año. Finalmente me dediqué a subir alguna montaña karstica, visitar las cuevas más accesibles, algunas de ellas realmente claustrofóbicas, y a recorrer los caminos cercanos a Vang Vieng, que dicho sea de paso, son un espectáculo paisajístico y humano único, y puedes contemplar sin molestar demasiado la vida de la gente del campo, la verdadera vida Laosiana, en donde la naturaleza parece haber domado al hombre y -por el momento- no al revés.